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Crónica del caos: Bandemia, la promesa independiente que colapsó en su primer intento

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A casi seis meses de la tragedia que cobró la vida de Miguel y Berenice durante el AXE Ceremonia en la Ciudad de México, la industria del entretenimiento en el país sigue sin dar señales claras de haber aprendido algo. Fue en ese contexto, aún marcado por el duelo y la impunidad, que se anunció el Primer Gran Festival Bandemia, una propuesta que prometía hacer las cosas distintas: descentralizar los eventos, apostar por la escena independiente y garantizar respeto tanto para las bandas como para el público.

Una utopía musical que se desmoronó, como tantas otras veces, entre la negligencia y la improvisación.

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Bandemia se presentaba como una alternativa fresca, ajena a los monopolios de siempre. Con un cartel mayoritariamente integrado por propuestas del área metropolitana, pero también con invitados del sur como Valgur (Oaxaca) o Mabe Fratti (Guatemala), se perfilaba como una celebración de la música emergente. La promesa era clara: ser todo lo que otros festivales no habían sido.

Sin embargo, desde su anuncio oficial hasta su abrupta cancelación el pasado 2 de agosto, el evento fue acumulando señales de alerta.

Un espacio que ya desde el inicio parecía insuficiente

El venue elegido fue Sala Urbana, un espacio en Naucalpan con un aforo máximo de 2,500 personas, como lo indica una placa en su vestíbulo. A una hora de distancia del centro de la CDMX, la elección ya generaba dudas entre los asistentes. ¿Estaban los organizadores subestimando su convocatoria?

La respuesta llegó pronto. El cartel incluía nombres conocidos dentro del circuito alternativo mexicano como Un Perro Andaluz, El Shirota, Ven y Mira o Saturnino, todos con una base sólida de seguidores. Y aunque la emoción crecía, el anuncio de los horarios —con sets de apenas 30 minutos en una jornada de 14 horas— aumentó el escepticismo. ¿Realmente podían con la magnitud de su propia propuesta?

Caos desde adentro

Llegamos al festival cerca de las 3:00 p.m., cuando el evento ya llevaba varias horas en marcha. Afuera, la fila avanzaba con ritmo, pero adentro el caos comenzaba a hacerse evidente: Dos barras (una de comida y otra de bebidas) flanqueaban el acceso al escenario, generando embudos en el flujo de personas. Las escaleras del acceso principal estaban saturadas, y la logística mostraba grietas.

Mientras en el escenario sonaba Delirio, afuera el ambiente se tensaba. Una de nuestras compañeras, que llegaba tarde, se encontraba atrapada en una fila que ya daba vuelta a la cuadra. De pronto, la seguridad bajó las cortinas de acceso. El motivo no estaba claro, y las respuestas eran cada vez más evasivas.

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Durante breves lapsos se reanudaba el ingreso, pero en cuestión de minutos se volvía a cerrar. Incluso algunos músicos no podían entrar. La tensión crecía: asistentes en las escaleras esperando a sus amigos, la seguridad visiblemente nerviosa y rumores de sobrecupo empezaban a circular. Uno de los elementos de seguridad soltó la frase que nadie quería escuchar: “Sobrevendieron, ya no va a haber más accesos.”

Portazo, violencia y encierro

Fue cuestión de minutos para que el descontento se convirtiera en acción. Una parte del público, desesperada por entrar, forzó una de las entradas, que estaba custodiada únicamente por un guardia de edad avanzada. Rebasado, fue sustituido por otro elemento ataviado con pasamontañas y uniforme táctico, quien cerró con tubos metálicos las salidas y blandeó su cachiporra con una agresividad innecesaria.

Adentro, la sensación era clara: no era seguro permanecer en el recinto. La gente empezaba a preguntar: ¿Y si tiembla? ¿Dónde están las salidas de emergencia? ¿Estamos encerrados? La organización no daba respuestas.

Un miembro del staff intentó calmar las aguas y permitió la salida a un grupo que, como nosotros, ya no quería estar ahí. Fue por una puerta trasera que logramos salir, mientras aún llegaban músicos listos para tocar… sin saber que el festival estaba colapsando.

Extintores, desalojos y la cancelación oficial

Afuera, elementos de la policía municipal resguardaban el acceso principal. El saldo: frustración, empujones, restos de gas de extintores utilizados por la seguridad para dispersar a la multitud y, finalmente, la confirmación: el festival estaba cancelado.

¿Qué nos deja Bandemia?

Prometía ser distinto, pero terminó siendo más de lo mismo. Bandemia vendió una narrativa de respeto, cuidado y profesionalismo que nunca logró sostener. Y aunque, afortunadamente, no hubo víctimas, la angustia, el maltrato, el encierro y la falta de protocolos básicos dejaron una profunda sensación de alarma.

En un país donde la tragedia del Festival Ceremonia sigue fresca, donde aún duele el recuerdo del New Divine o, más lejos, del incendio en República Cromañón en Argentina, no podemos seguir ignorando las señales. El público confía, paga, se desplaza, y espera condiciones mínimas de seguridad. No es mucho pedir.

El “portazo” interno, aunque inaceptable, no puede explicarse sin señalar la raíz del problema: la negligencia organizativa. No se trata de justificar, sino de entender que cuando el público reacciona, lo hace frente a una estructura que ya lo puso en riesgo.

Mientras tanto, entre risas amargas, unos tacos improvisados y nuevas amistades formadas en la decepción, el primer Bandemia terminó. Sin música, sin justicia, sin orden. ¿Hasta cuándo vamos a seguir permitiendo que la industria se rija por la improvisación?

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