Marchamos el 1º de mayo por mejores condiciones laborales, por menos horas y más vida; por el derecho a estudiar sin morir de cansancio; por un sistema que no nos obligue a elegir entre el futuro y el presente. Marchamos porque resistir no debería ser nuestra única opción.
Foto: Sofi Salgado
Crónica de los que duermen poco y sueñan demasiado
Somos los que madrugan para trabajar y desvelan para estudiar. Los que sobreviven con cuatro horas de sueño y dos pulmones llenos de ansiedad. Los que caminan con ojeras por los pasillos de universidades que presumen inclusión, pero no están hechas para nosotros.
Somos la generación sin tiempo. Los que sirven cafés, lavan platos, atienden cajas, limpian oficinas, y después toman apuntes con las manos cansadas. Somos el engranaje invisible que sostiene el ritmo de una ciudad que no nos reconoce.
Nos dijeron que la educación pública era para todos. Mentira. Es para los que pasan exámenes sin tener que pasar hambre. Es para los que tienen en casa silencio para leer, tiempo para estudiar y paz para pensar. No para quienes redactamos tareas en el celular, mientras leemos en el transporte público, mientras trabajamos para pagar las copias, mientras escondemos el llanto porque llegar tarde otra vez puede costarnos el empleo.
Un día de descanso no basta. No alcanza para curar la fatiga, ni para mirar el cielo sin culpa. Nos persigue la deuda, nos aplasta el sistema burgués, nos enferma la presión. Y aun así seguimos.
Somos los que nunca faltan al trabajo, los que no pueden permitirse reprobar, los que se levantan con náusea, pero se presentan igual, porque el mundo no perdona la pobreza.
Este sistema no está roto. Funciona perfectamente… para los mismos de siempre. Para los que heredan apellidos, tiempo libre, y becas por promedio perfecto que otros no pueden alcanzar porque están ocupados intentando sobrevivir.
Nosotros resistimos con lo que queda: la esperanza de que algún día no tengamos que elegir entre comer o aprender.