Teresa López Pellisa, Universidad de Alcalá
El futuro, como aquello que está por venir, nos genera incertidumbre porque nos introduce en el campo de lo desconocido. Pero al mismo tiempo, tal y como afirma Antonio Rodríguez de las Heras, pensar, diseñar y proyectar el futuro permite mostrar nuestra disconformidad con el presente y recrear alternativas de “futurabilidad”, según el término desarrollado por Franco Bifo Berardi.
Donna Haraway considera que la fabulación especulativa nos ofrece las mejores metáforas para crear representaciones que rompan con las figuraciones del Antropoceno y el Capitaloceno. De esta manera, el ser humano puede replantearse su relación con alteridades-no-humanas para generar ficciones, “juegos de SF de la respons-habilidad” que nos ayuden a rechazar la antropolatría.
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En esta misma línea, tal y como afirma Rosi Braidotti, “entre las personas con un más vivo sentido ético en la posmodernidad occidental están precisamente quienes escriben ciencia ficción, que se conceden el tiempo de detenerse a reflexionar sobre la muerte del ideal humanístico del ‘hombre’, inscribiendo esta pérdida, y la inseguridad ontológica subsiguiente, en el corazón de la cultura contemporánea”.
Las utopías de los siglos XV y XVI
En este sentido, debemos remontarnos a la obra de Christine de Pisan, una intelectual que vivió a caballo entre los siglos XIV y XV, en el contexto de la querelle des femmes –el viejo debate académico en defensa de las capacidades intelectuales de las mujeres–. Desde su habitación decidió reclamar una ciudad propia en La ciudad de las damas (1405), donde imaginó un mundo gobernado y habitado por mujeres que reclamaban su derecho a la educación y la igualdad. Los espacios simbólicos y políticos exclusivamente femeninos se conocen como ginotopías. Con La ciudad de las damas se inaugura una tradición literaria que cobró gran relevancia durante el sufragismo de la primera ola de feminismos anglosajones en el siglo XIX.
Las utopías clásicas se desarrollaron en los siglos XV y XVI. Cuando pensamos en la utopía, viene a nuestra mente la idea de un mundo mejor. Durante el Renacimiento los avances técnicos en navegación permitieron el descubrimiento de América. Las posibilidades de la colonización y la dominación de nuevos territorios dispararon el imaginario de los que vieron la oportunidad de crear mundos posibles en los que empezar de cero.
Utopía (1516), de Tomás Moro, instaura un género –el utópico– ensayístico y literario. A través de él, los pensadores proyectan sociedades deseables donde se ponen en práctica sistemas alternativos de gobierno y en los que suele aparecer el desarrollo científico como uno de los pilares de los proyectos de renovación social en sistemas homogéneos, eugenésicos y absolutistas.
El género utópico, gestado en el marco del Renacimiento, el humanismo, las bases del capitalismo primitivo y la incipiente modernidad, tiene un origen colonial que ha marcado la mayor parte del imaginario heteropatriarcal, androcéntrico, xenófobo y eurocéntrico del que todavía no nos hemos desprendido. ¿Es ese realmente un mundo deseable?
Los inicios de la ciencia ficción
El género de la ciencia ficción se inaugura con Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley, cuya temática gira en torno a la posibilidad de crear vida fuera del útero materno. En los orígenes de la ciencia ficción escrita por mujeres se detecta una clara preocupación por cuestiones relacionadas con los roles de género y la reproducción.
En las cavernas (1912), de Emilia Pardo Bazán, se cuestionaban las convenciones sociales de género y sexualidad imperantes. Por su parte, Halma Angélico, en su relato Evocación del porvenir. Homenaje en España a la madre del año… (1940), reivindicaba la necesidad de que la crianza fuera una responsabilidad estatal e institucional que no recayera únicamente en las mujeres. En estos ejemplos se percibe un claro cuestionamiento del núcleo familiar biológico como base de la organización social, así como la propuesta de futuros en los que la reproducción y los cuidados puedan transgredir el patriarcal sistema sexo-género.
No es una casualidad que la edad de oro de la ciencia ficción se desarrollara tras los acontecimientos acaecidos durante la primera parte del siglo XX. Durante este periodo asistimos a la formulación del principio de incertidumbre por parte de Werner Heisenberg en 1927, a los primeros avances en biotecnología y reproducción asistida y al desarrollo de la tecnología informática y la inteligencia artificial de la mano de los trabajos de Alan Turing y John von Neumann.
A todo esto deberíamos sumar los desastres de la Primera Guerra Mundial. Bajo su influjo se publicó la obra dramática de ciencia ficción distópica en la que se inventó la palabra robot, R.U.R. (1920) del checo Karel Čapeck, así como las distopías clásicas Nosotros (1924) del ruso Yevgueni Ziamatin y Un mundo feliz (1932) del británico Aldous Huxley. La Segunda Guerra Mundial influiría directamente en obras como 1984 (1949) del británico George Orwell y Fahrenheit 451 (1953) del norteamericano Ray Bradbury. ¿Estamos asistiendo en el siglo XXI a un momento de transformación similar?
Imaginación frente a la incertidumbre
En el año 2010, Ziauddin Sardar sostenía que todo lo que era “normal” se había evaporado. La crisis de 2008 generó una transformación social y económica de escala mundial que nos condujo a lo que Sardar denominó “tiempos posnormales”. Con este término hacía referencia a un momento histórico y social caracterizado por las tres ces: complejidad, caos y contradicciones.
Lo más relevante de la propuesta teórico-filosófica del escritor pakistaní es que para hacer frente a los tiempos posnormales se propone la imaginación y la creatividad como punto de partida para afrontar la complejidad, las contradicciones y el caos, en aquellos contextos históricos, sociológicos y políticos en los que prima la incertidumbre.
De este modo, la literatura, definida como una obra de imaginación, nos permite dar forma a nuestra realidad y nos ofrece soluciones para salir de los laberintos del presente. Las obras de creación son herramientas que afectan a nuestro comportamiento y a nuestras expectativas.
“El tipo de futuros que imaginamos más allá de los tiempos posnormales dependería de la calidad de nuestra imaginación. Dado que nuestra imaginación está arraigada y limitada a nuestra propia cultura, tendremos que dar rienda suelta a un amplio espectro de imaginaciones a partir de la rica diversidad de culturas humanas y múltiples formas de imaginar alternativas a las formas convencionales y ortodoxas de ser y hacer”.
Welcome to postnormal times, Ziauddin Sardar.
¿Cómo son los futuros imaginados por estas narrativas? ¿Qué sociedades y problemas reflejan?
El futuro de la ciencia y la tecnología
Si retomamos la temática futurista en torno al ámbito de la biotecnología y la reproducción, es obligado acudir a la figura del bioquímico John B. S. Haldane. En 1923 publicó Dédalo o la ciencia y el futuro, donde especulaba sobre cómo sería el futuro de la ciencia biológica a partir del trabajo de investigación que un estudiante universitario le presentaría a su profesor en el año 2073.
Podríamos clasificar este texto como un ensayo de ciencia ficción en el que se muestra una visión optimista de la ciencia. El matemático Bertrand Russell respondió a Haldane con un ensayo titulado Ícaro o el futuro de la ciencia. En él se mostraba escéptico frente a las bondades de ciertos avances al considerar que el progreso científico no proporciona por sí mismo ventajas para la humanidad.
“La ciencia permite que quienes ejercen el poder lleven a cabo sus intenciones mucho más plenamente de lo que en otro caso les sería posible. Si sus intenciones son buenas, habrá beneficios; si son malas, perjuicio”.
Ícaro o el futuro de la ciencia, Bertrand Russell.
Pero lo cierto es que vivimos en la era de la cibercultura, la tecnocultura y la cultura digital, por lo que la ciencia y la tecnología impregnan los modos de vida del ser humano contemporáneo. La situación de crisis política, económica y medioambiental hacia la que hemos arrastrado a nuestras sociedades insta a inventar un futuro viable y sostenible, que necesita de la ciencia y de la tecnología.
La manipulación genética
En sus pronósticos, Haldane considera que en el futuro la revolución será biológica. Contrapone dos figuras mitológicas como las que mejor expresan las inquietudes tecnológicas del siglo XX:
- Prometeo, al que identifica con el rol del físico –por sus conocimientos técnicos e instrumentales–,
- y Dédalo, al que identifica con la figura del biólogo –por sus conocimientos en biogenética tras la creación del primer transgénico fabricado de manera artificial, el Minotauro–.
“No ha habido invención alguna, desde el fuego al volar, que no haya sido recibida como un insulto a algún dios. Pues si toda invención física o química es una blasfemia, toda invención biológica es una perversión”.
Ícaro o el futuro de la ciencia, Bertrand Russell.
La manipulación de la naturaleza nos parece una aberración. Y lo cierto es que el siglo XX es el siglo de la ingeniería genética (por ejemplo, con temas como la clonación y los transgénicos), la ciencia reproductiva (con la selección de los embriones mejor dotados genéticamente) o la bioinformática (con teorías como las transhumanistas que apuestan por la desintegración de la biología humana en aras de una vida digital en la nube).
El control de nuestra propia evolución biológica ya no es una cuestión restringida al ámbito de la ciencia ficción. Los humanos somos el primer organismo terrestre que trabaja en el diseño de su propio sucesor y son muchas las personas que tienen en mente diferentes proyectos de este ser transhumano. Por eso es importante mantener cierto equilibrio y tener claras las diferencias entre el desprecio por la carne y las fantasías transhumanistas del uploading, frente a las propuestas del poshumanismo crítico transfeminista.
Distopías de la reproducción humana
El transhumanismo ha sido definido por Nick Bostrom, presidente de la World Transhumanist Association y director del Future of Humanity Institute de la Universidad de Oxford, como un movimiento intelectual y cultural que cree en la ciencia y la tecnología para mejorar la condición humana, tanto desde un punto de vista físico como psicológico.
Aparentemente, esta utópica propuesta nos presenta unas consecuencias idílicas fruto del rediseño de la condición humana y está en sintonía con el ensayo especulativo de Haldane cuando sostenía que en el futuro se debería aplicar la biología a la política a través de la eugenesia. Entre sus pronósticos incluía que el primer niño ectogénico (embriones gestados en úteros externos) se conseguiría en 1951, y que en Francia se adoptaría la ectogénesis de manera oficial a partir de 1968, produciendo 60 000 niños al año. Menos del 30 por ciento de los nacimientos se gestarían en cuerpos femeninos.
Uno de los problemas de este mundo ideado por Haldane en 1923 radica en que las prácticas eugenésicas mencionadas muestran una ideología neoliberal que puede derivar en controles de natalidad y de reproducción distópicos de los que se beneficien el mercado y los gobiernos.
La intervención en la línea germinal de estos seres creados de manera artificial eliminaría los elementos considerados como nocivos y la selección genética nos llevaría a un lugar deseable para Haldane. Este consideraba que “de no haber sido por la ectogénesis, hubiera fenecido fatalmente la civilización debido a la mayor fecundidad de los seres menos deseables que se da en casi todos los países”.
La visión del xenofeminismo
En contraposición a este escenario del futuro reproductivo ectogenésico y eugenésico imaginado por el científico Haldane, nos encontramos con una novela como La ciutat dels joves (1971) de la escritora catalana Aurora Bertrana. En ella se describe una sociedad donde han desaparecido las diferencias y desigualdades impuestas por el sistema sexo-género, en un mundo en el que los úteros artificiales hacen indistinguible el rol de la paternidad o la maternidad (dejando que cada pareja escoja quién lo desempeñará), de un modo similar al planteado por La mano izquierda de la oscuridad (1969) de Ursula K. Le Guin.
A partir de las propuestas de Shulamith Firestone, en La dialéctica del sexo, el xenofeminismo considera que la tecnología nos permite controlar la reproducción biológica. De este modo, la técnica podría liberar a las mujeres de ciertas tareas biológicas, aunque, al mismo tiempo, la tecnología reproductiva y el control de la natalidad podrían “convertirse en un arma hostil, utilizada para reforzar este arraigado sistema de explotación”.
Las posibilidades que ofrece la ectogénesis se han visto reflejadas en numerosos textos de ciencia ficción. Entre ellos cabría destacar la antología ProyEctogénesis: relatos de la matriz artificial (2019), que incluye el cuento MOM, de Nieves Delgado, donde se recrea un mundo en el que no hay distinción entre las personas por su sexo y/o género y donde la gestación exógena permite que ni los cuerpos de las madres ni los embriones corran ningún riesgo. Además, los hijos no pertenecen a sus progenitores sino a la comunidad, por lo que crecen en los hogares y la crianza es algo estatal.
Uno de los ejes del xenofeminismo se basa en la abolición del género. Pretende eliminar el sistema binario partiendo de la idea de que el sexo y el género no son algo natural, por lo que estaríamos hablando de un poshumanismo crítico transfeminista cíborg.
La revolución social, conceptual, teórica y de los medios de representación que implicaría la abolición del género en nuestros sistemas culturales supondría el cambio más importante de los últimos años, ya que nos proporcionaría un sistema en el que la división heterosexual del trabajo y la naturalización de la feminidad desaparecerían porque “las diferencias genitales entre los seres humanos deberían pasar a ser culturalmente neutras” (Helen Hester, 2018). Con la abolición del género se suprimirían otras estructuras naturalizadas que son opresivas y generan desigualdad.
Ciertas características asociadas al género, la raza, la clase y la capacidad física tienen estigmas sociales y provocan esa desigualdad. Por eso desde estos imaginarios se pretende desmontar los marcadores identitarios para que emerja un mundo de múltiples géneros en el que prime la diversidad sexual más allá de cualquier concepción binaria. En su manifiesto, Laboria Cuboniks reclama: “¡Qué cientos de sexos nazcan! Abolir el género es una manera de enunciar la ambición de construir una sociedad donde las características ensambladas actualmente bajo la rúbrica del género ya no construyan una red para la asimétrica operación del poder”.
Helen Hester afirma que “al xenofeminismo le interesa construir un futuro extraño” y lo hace a partir del imaginario de la trilogía Xenogénesis, de Octavia Butler. En ella se nos describe a una raza alienígena especializada en ingeniería biológica cuyos seres tienen tres géneros sexuales, planteándose así la posibilidad de vida –tras un cataclismo en el que casi se extingue la raza humana– a partir de otros esquemas sociales y culturales en los que prima la diversidad sexual fuera del sistema binario terrestre.
En esta misma línea se desarrolla la novela Consecuencias naturales (1994) de Elia Barceló, cuya trama gira en torno al encuentro entre los humanos y los xhroll (cuya especie es biológicamente idéntica, ya que todos tienen vulva en los genitales y hasta que no alcanzan la edad de quince años no se determina cuál será su sexualidad y su nombre). Para los terrestres es muy confuso imaginarse a unos seres a los que no se les pueden aplicar las categorías de identidad sexual y de identidad genérica que conocemos, por lo que estos mundos posibles ponen a prueba nuestras convenciones culturales, tal y como sucedía con la novela El hombre hembra (1975) de Joanna Russ.
El cuento Mares que cambian de Lola Robles está ambientado en Jalawdri, un planeta donde existen tres tipos de género (los intersexuales o hermafroditas, los transgénero y los sexuados) y donde la libertad en torno a la identidad de género es absoluta. Por eso acuden personas de todos los planetas para vivir y para operarse, si así lo desean, “porque la heterosexualidad es una tecnología social y no un origen natural fundador, es posible invertir y derivar (modificar el cuerpo, mutar, someter a deriva) sus prácticas de producción de la identidad sexual” (Beatriz Preciado, 2002). De este modo, en Jalawdri la norma es lo que se considera desviado, abyecto o disidente en la Tierra.
Ciencia ficción que rompe esquemas
La ciencia ficción, como ficción especulativa, nos ofrece la posibilidad de (re)imaginar mundos posibles donde podamos (re)pensarnos y proyectar diferentes representaciones de la sexualidad y de los roles de género, que puedan (de)generar (en) escenarios utópicos o distópicos. Los escenarios alienígenas son ideales para ver, a través de la metáfora del otro, diferentes modos de vida, identidades y organización social. Pero al mismo tiempo, debemos permanecer en alerta para que los futuros biotecnológicos que se proyecten y diseñen no reproduzcan los parámetros de desigualdad y discriminación del pasado y del presente.
Desde el sur global y en español se está llevando a cabo una gran labor a partir de las políticas de la imaginación y la futurabilidad con alternativas viables y decoloniales que no deberíamos dejar pasar por alto. Y desde el ecofeminismo, el ciberfeminismo, el xenofeminismo y el poshumanismo crítico transfeminista se puede superar el paradigma humanista del Antropoceno y reinventar un futuro, quizás en Urano, desde donde nos propone sus políticas utópicas Paul B. Preciado, teniendo en cuenta la ciencia y la tecnología como aliadas incuestionables para el cambio.
Hoy en día podemos transformarlo todo, las materias primas y los seres vivos, por lo que el interrogante al que nos enfrentamos es el de saber si seremos capaces de cambiar nuestras mentalidades. Y no debe de ser tan complicado si la ciencia ficción ya lo ha hecho.
La versión original de este artículo fue publicada en el número 118 de la Revista Telos de Fundación Telefónica.
Teresa López Pellisa, Profesora e investigadora en el Grupo de Investigación en Literatura Contemporánea, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.