Dora Maar y Pablo Picasso en la playa, verano de 1937. Fotógrafa hecha por Eileen Agar.
© Tate, CC BY-NC-ND
Amparo Serrano de Haro, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia
En la inevitable marea de los reconocimientos de tantas mujeres artistas del pasado siglo XX que pasaron simplemente por musas, amantes, esposas o acompañantes, cuando su obra era realmente tan fuerte, bella y original como la de su pareja, Dora Maar, por muchas razones, ocupa un lugar peculiar. Picasso no es Dios, pero su sombra es muy alargada.
Maar nació como Henriette Théodora Markovitch en París en 1907 y murió el 16 de julio de 1997. Su madre era una francesa provinciana y católica y su padre un arquitecto croata exiliado que realizó obras importantes en Argentina, donde acabaron viviendo veinte años, pero que nunca triunfó económicamente.
Maar encuentra la fotografía
Cuando la familia volvió a París, Maar estudió pintura y artes decorativas antes de hacer de la cámara de fotos su medio de vida y expresión artística. Fotografía de moda, retratos inusuales… Su producción era tan amplia que en 1931, sin siquiera 25 años, Maar ya tenía un estudio exitoso junto al escenógrafo Pierre Kéfer.
Luego decidió abrir un estudio en solitario para centrarse en alumbrar imágenes inquietantes. Allí hizo algunos de sus fotomontajes más famosos y delirantes. El más conocido es quizás Ubu Roi (1936), la representación de una criatura no humana, extraña, una especie de feto de armadillo –aunque ella nunca quiso indicar de qué animal se trataba para que no perdiese su misterio– que André Breton consideró un ejemplo perfecto de objet trouvé (objeto encontrado).
También 29 rue d’Astorg (1936) es un claro ejemplo de fotografía surrealista, en la que se mezclan elementos de distinto tamaño, ubicación y realidad, al igual que Maniquí estrella (1936). En su haber se encuentran también otros fotomontajes de niños y mujeres perdidos en laberintos sin final o de habitaciones burguesas invadidas por el barro y la lluvia.
En la primera mitad de los años 30, Maar, al igual que otros compañeros fotógrafos como Henri Cartier-Bresson, alterna sus representaciones de los ricos y famosos, de moda y lujo, con representaciones de la miseria y la pobreza que existe en ese momento en París. La diferencia de las fotografías de Maar en ese momento, con respecto a Brassai, Eugène Atget y otros, es que no prima en ellas el aspecto objetivo o documental, sino una búsqueda de simbolismo y de lo freak que encontraremos más tarde en el trabajo de fotógrafas como Diane Arbus.
En 1932, Maar viaja a Barcelona y fotografía la vida callejera en la ciudad, además de realizar retratos de gran crudeza de la gente pobre.
Su obra llamó la atención de la sociedad de la época. Pronto fue invitada a formar parte del círculo más avanzado y moderno de París: los surrealistas. En ese entorno fue amante del escritor George Bataille, amiga de Jacques Prévert y Paul Éluard, e íntima de la segunda esposa de André Breton, Jacqueline Lamba. De hecho, probablemente Lamba y Breton se conociesen a través de Maar.
El surrealismo libera a Dora Maar de la tiranía de las apariencias en fotografía y le permite expresar un espíritu salvaje que se burla de todo, incluso, y quizás sobre todo, de sus propios miedos.
Llega Picasso
Maar conoció a Picasso en 1935, un año antes de que estallase la Guerra Civil española. Al malagueño, además de su esplendor físico e intelectual, sin duda le atrajo que ella hablase español perfectamente. Casado con Olga Jojlova y también emparejado con una joven amante, Marie-Thérèse Walter, Picasso se enamoró de Maar de forma fulminante. Ella había llamado su atención jugando a cortarse con un cuchillo en un café y el pintor le robó el guante ensangrentado que llevaba puesto entonces. Esto, sin duda, fue un inicio de relación con sombríos presagios…
Cuando entró a formar parte del extraño circulo de Picasso, de su circo de mujeres valiosas pero sometidas, su trayectoria se aventuró por un sendero peligroso. La vida de una mujer artista en aquel momento pocas veces tenía un final feliz. O por decirlo de otro modo, pocas veces había un tercer acto exitoso en la biografía de una artista del pasado, incluso de un pasado tan reciente como el del siglo XX, e incluso hablando del surrealismo, un movimiento en el que varias mujeres consiguieron cierto triunfo.
Con Picasso estuvo ocho años, quizás como soles. Es indudable que fue un periodo extraordinario para el malagueño, en el que pinta muchas de sus mejores obras, incluyendo retratos de Maar. Ella realiza un acto extraordinario mostrando fotográficamente el “proceso” constructivo de Guernica. Esto, totalmente innovador en su momento, daría lugar a otras muchas obras de fotógrafos como Hans Namuth con Pollock, o Clouzot con el propio Picasso, pero esa originalidad de Maar sigue sin reconocerse.
Picasso también trabajó pintando sobre negativos con Maar, pero luego insistió en que ella abandonase la fotografía para dedicarse a la pintura, el “gran arte” según él. Un poco como la araña que va enredando cada vez a la mosca en una espiral de absoluta dependencia, Picasso llevó a Maar al terreno que él dominaba de forma absoluta.
Hay que decir que ella luchó por hacer una obra válida y algunas de sus obras, a pesar de la influencia (también) del arte de Picasso, son interesantes (por ejemplo La conversación, de 1937). Pero es evidente que se trataba de un reto casi imposible.
En 1945 Maar realizó bodegones al estilo Picasso y más tarde algunos retratos, fundamentalmente de mujeres, que recuerdan a los de otras artistas surrealistas como Leonor Fini.
Como siempre al hablar de Picasso, fue un nuevo idilio, esta vez con la joven pintora Françoise Gilot, lo que puso fin a una relación que se había vuelto extraordinariamente tóxica, con Maar bordeando la locura y Picasso maltratándola de modo atroz.
El tercer acto
Maar estuvo recluida en un hospital mental, recibió electrochoques y sufrió los rudimentos del terrible tratamiento psicológico de la época que servía igual para la esquizofrenia que para los corazones rotos o la depresión. Gracias al poeta Paul Éluard, que pidió ayuda a Picasso, consiguió salir de esa institución. Hizo terapia con Jacques Lacan y, posteriormente, se recluyó, se dedicó a pintar y buscó alivió en un misticismo católico. Así nació su famosa frase: “Después de Picasso, solo Dios”.
A partir de los años 50 su pintura se movió hacia la abstracción, aunque muy ligada a paisajes, obras muy empastadas que se alejan totalmente del arte de Picasso pero que no son formalmente muy interesantes.
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La tremenda dependencia emocional de Maar con Picasso, el aspecto extremo de su desesperación, hicieron que su figura, durante mucho tiempo, se desposeyese del brillo que acompañó su éxito temprano y la complejidad de su obra.
Notables historiadoras como Mary Ann Caws y Victoria Combalía, que la conocieron personalmente, la sacaron del anonimato con sus escritos. Y poco a poco, distintas exposiciones, como la de 2019 en la Tate, han recuperado su nombre y su legado para la historia del arte. El tercer acto está en marcha.
Amparo Serrano de Haro, Profesora Titular de Historia del Arte, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.