Carmen Valor Martínez, Universidad Pontificia Comillas
El otro día mi hija me enseño un tiktok que decía algo así como “en la casa del pobre, cuando muere una camiseta, nace un pijama; cuando muere un pijama, nace un trapo para limpiar”. Y exclamó: “¡En esta casa hacemos todo esto!”. No lo decía con orgullo; al contrario, su tono era de desprecio por tener en casa prácticas “de pobre”. Les cuento esto porque la visión de mi hija no es un caso aislado: es la percepción prevalente sobre las soluciones que pretenden acabar con la basura textil.
De la tienda al vertedero
El consumidor medio compra un 60 % de ropa más cada año y la utiliza cada vez menos: la vida media de una prenda es de tres años. El resultado es un incremento brutal de la basura textil: en España se desechan al año 12 kilos de ropa por persona, en Estados Unidos, 37.
Más de 92 millones de toneladas de ropa acaban en vertederos en todo el mundo. Allí o se acumulan in aeternum o se queman para hacerlas desaparecer, lo cual es contaminante y costoso.
Dejarlas ahí tampoco es mucho mejor: cuando una tela empieza a descomponerse, también lo hacen sus polímeros y tintes tóxicos, que se filtran contaminando el suelo y las aguas.
Además, el tejido sintético puede tardar cien años en descomponerse. El ritmo de consumo y desecho de ropa actual contribuye al vertido anual de medio millón de toneladas de microfibras plásticas a los océanos, equivalentes a 50 000 millones de botellas de plástico.
Y el problema irá a más, porque para 2030 se espera que tiremos casi el doble (134 millones de toneladas).
Según datos de Naciones Unidas, la industria de la moda es responsable del 8-10 % anual de las emisiones de CO₂ globales, una cifra que supera a la de todos los vuelos internacionales y transporte marítimo juntos.
Circularizar la producción… y el uso
Este es el problema que quiere resolver la (aún pendiente de aprobación) Ley de residuos y suelos contaminados española, que sigue a la Directiva 2018/851 europea, que obligará a que no puedan destruirse los excedentes textiles. Así, la industria deberá aplicar la circularidad en sus cadenas de producción reciclando las fibras para hacer nuevas prendas o productos, revendiendo las prendas en mercados de segunda mano o remanufacturando para crear otras prendas.
A nivel mundial, solo se recicla el 1 % de las fibras –algo más en algunos países–, así que hay mucho margen de mejora. Mejorando los canales de separación y recuperación de textil, podremos empezar a revertir el problema.
Pero, además, hay que cambiar el modelo de consumo. Nos hemos acostumbrado a comprar prendas muy baratas que nos ponemos de media unas seis veces y que no son fáciles de circularizar: si la fibra original es de mala calidad, el reciclaje es más difícil o imposible y es difícil revender o remanufacturar porque su vida útil es muy corta.
Entonces, o se deja de producir y comprar ropa rápida, barata y mala, o estaremos en las mismas. No se trata solo de circularizar la cadena, sino también de ralentizarla. Tener armarios con menos prendas, pero de mayor calidad, que nos duren más, que se reciclen o reutilicen mejor.
Impulsar el mercado de segunda mano
En esta industria, como en otras, la transición verde no se resuelve con una solución tecnológica. La transición es, sobre todo, un cambio social. Para que este cambio se produzca, otros muchos agentes, en teoría fuera del mercado, deben hacer también trabajo institucional para cambiar la dirección del estigma.
Una de las mayores barreras a la compra de prendas circulares (recicladas, de segunda mano o remanufacturadas) es el llamado “estigma verde”. Comprar así puede dar un poco de reparo o, peor, asco. Puede percibirse, como bien lo sentía mi hija, como una práctica de bajo estatus, de pobres (o de superactivistas verdes). La austeridad es estigmatizante, como lo es repetir modelito o decir que esta chaqueta que llevo puesta es de segunda mano.
Tenemos que cambiar la dirección del estigma. Si vemos las cifras del problema, lo que nos debe causar profundo rechazo es la basura textil y sus consecuencias. Necesitamos construir una vergüenza social análoga al flygskam, la vergüenza de volar, para acabar con la compra de moda rápida. Y debe fomentarse la admiración y el orgullo por comprar prendas recicladas y de segunda mano.
La buena noticia es que se puede hacer: los estigmas se construyen y deconstruyen socialmente y tenemos muchos ejemplos en la historia de estos vaivenes. Pero el cambio no se produce a golpe de ley sino, más bien, de instagrammers.
En una investigación aún pendiente de publicación sobre el mercado de segunda mano en España, realizada por las universidades Pontificia Comillas, Deusto y Complutense, hemos demostrado cómo se erosionó el estigma gracias al trabajo conjunto, pero no coordinado, de marcas, influencers y medios de comunicación.
Analizando su discurso en los últimos 20 años, vimos cómo fueron capaces de cambiar los significados y emociones negativas asociadas a la segunda mano para reposicionarla como moda para gente inteligente y auténtica. Ese proceso social parece estar detrás del crecimiento de la segunda mano en España, con incrementos medios del 25 % en los últimos tres años, según las principales marcas.
La alternativa es clara: o dejamos que crezca la basura textil o nos ponemos a cambiar el modelo. En lo material, circularizando los modelos de producción, y en lo simbólico, cambiando la legitimidad de las alternativas a la moda bulímica. Ojalá seamos capaces de crear esta gran alianza de actores para modificar el modelo. Ojalá la próxima vez que mi hija se encuentre un vídeo parecido me diga con orgullo que vestir reciclado y reusado es lo que hace la gente inteligente.
Carmen Valor Martínez, docente e investigadora en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales (ICADE), Departamento de Marketing, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.